La historia de Dolores Sopeña comenzó con una disposición de amor, de ayuda, de situarse al lado del otro, de un reconocimiento de cada persona como única y valiosa y, por supuesto, siempre digna de toda la atención y la compasión.
Así está encarnado en nuestro Carisma, porque las Catequistas Sopeña somos mujeres para los demás, y hecho realidad a través de nuestros valores.
Desde uno, vamos pasando por todos, pero desde la fraternidad y la entrega, el sentir que el otro, cualquiera que sea, es nuestro hermano, no puede suponer más que servicio, amor y bondad.
No lo podía haber expresado mejor María Jesús González, Catequista Sopeña en Loyola, en este artículo que reproducimos continuación con la intención de compartirlo y que se difunda como la semilla de la bondad.
UNA SEMILLA DE BONDAD
Ayudar a otro, es bonito y agradable. Casi siempre nos gustar hacerlo y nos deja una profunda satisfacción. A veces es un gesto espontáneo, que brota de una actitud y puede llegar incluso a lo heroico. Otras veces, nos lo hemos propuesto y lo hacemos en grupo, dentro de una institución o solos, incluso “de incógnito”. Siempre es grato.
Ayudar, ser útil a otros, nace en lo mejor de nosotros mismos. No podemos ignorar que hay una huella divina, impresa en nuestro corazón porque fuimos creados “a imagen y semejanza de Dios”. Esta huella muchas veces no se ve, el egoísmo la cubre; pero ahí está. Será bueno quizá descubrirla, cultivarla y esperar muchos frutos y muchos buenos momentos.
Por eso, al comienzo de esta sencilla comunicación, les invito a reconocer en nuestro interior y en cada ser humano, aunque a veces resulte difícil, esa semilla de bondad, que nos hace más personas y nos orienta hacia los demás. Cada vez es más constatable (o claro) que el egoísmo y la inmadurez se dan la mano.
La sensibilidad ante el sufrimiento o carencias ajenas, es un valor, una cualidad, indica un corazón noble, profundamente humano. Hay muchas personas excepcionales en este sentido. Dolores Sopeña fue una de ellas. La razón, quizá más profunda, es que se sitúan espontáneamente ante un semejante, un hermano. Desaparecen las apariencias y las distancias. Perciben, más allá de lo habitual, el vínculo profundo que nos une: esa igualdad fundamental, ese origen común. El Papa Francisco dice que somos “caminantes en la misma carne humana”. Suena fuerte, pero asumir esta verdad, es la clave.
Fruto del mismo amor
Desde nuestra fe, sabemos que es realidad. Todos somos fruto del mismo amor, hemos salido de las mismas manos del Creador, de nuestro Padre Dios.
En otros casos, no parece que hay referencia religiosa expresa, pero a los que saben realmente amar y servir desinteresadamente, les mueve la misma verdad, si bien percibida de modo diferente. Algunas “distinciones” que a veces hacemos no son necesarias; más bien nos confunden. Basta saber que la bondad y el bien auténticos – ¡eso sí! – solo pueden brotar de la Verdad y el Bien, con mayúsculas, que es Dios. No hay otra fuente.
Saber y sentir a los demás hermanos, iguales a uno mismo es un dinamismo que “liberamos” de nuestro interior. Porque esa imagen de Dios que reconozco en mí y que me hace sentir un “hijo amado”, la veo en el otro y siento que también es amado como yo.
Y entonces, se produce un misterioso intercambio… se abre un proceso de vasos comunicantes que nos iguala, nos enriquece, nos energiza. Mi ayuda, se convierte en la posibilidad de recibir de esa persona -quizá desconocida- la energía y la vida que brota de su mismo ser de hijo de Dios y me conecta con el Padre común.
Esta experiencia se convierte en profundo respeto, en cercanía, en gratuidad, porque lo que nos ofrecemos mutuamente no busca ni puede tener otra recompensa.
Plantear desde aquí el servicio o ayuda que deseamos prestar a los demás, nada tiene que ver con la “superioridad” ni el “paternalismo”. Es cierto que hay otras formas pienso que desenfocadas, de ayudar a los demás. Por dinero, por prestigio o vanidad, por conveniencia, etc. Son útiles, pero incompletas, no logran todo el efecto necesario, se limitan a paliar una situación, no siempre llegan a la persona, se reducen a logros “temporales”. Se acaba la necesidad, se acaba el efecto de la ayuda.
Efecto permanente
Plantear “la acción social” desde la fraternidad, tiene un efecto permanente. La experiencia propia y la que se ha desencadenado en “el otro” ya dura para siempre. Nos hemos sentido hermanos y esta verdad ya es indeleble en ambas partes, porque, si cabe esta expresión, crecemos como personas. Dolores Sopeña decía “en esta Obra, crecemos todos a la vez…” Hace más de cien años, debió resultar una frase novedosa.
Este es el éxito y la fuerza de convocatoria que tienen algunas instituciones. El servicio que se presta es válido; pero lo que atrae es la red de relaciones fraternas que se crean. Es lo que Dolores Sopeña enseñaba cuando decía que es necesario llegar al corazón. No es ficción, no es romanticismo o palabras vacías. Es amor fraterno puro, real y sensible. Así se da y así es percibido. Los testimonios son numerosos.
En realidad el ejercicio de la fraternidad no es aplicable solo a la dedicación a los demás como voluntariado o colaboración de tipo social, sino que es posible siempre, en cualquier servicio o profesión. En todas ellas puede haber, y de hecho hay, una entrega personal, una actitud fraterna respecto al otro, sea quien sea, una atención desde el corazón y va más allá de todo pago o recompensa monetaria. Esta actitud, cualifica y da valor a nuestras actividades y, obviamente tiene efectos.
La única salida
En este campo de las relaciones humanas, se juega todo, se juega el futuro de la humanidad. La fraternidad “es la única salida” advierte el Papa Francisco. (FT 67)
De ahí, que para “el enemigo de natura humana”, como llamaba San Ignacio de Loyola al espíritu del mal, sea este su principal campo de batalla. Sembrar odio, dividir, desunir, alejar a unos de otros, desintegrar, promover violencia, despreciar, excluir, es “diabólico”. Debemos estar atentos.
El camino hacia el amor y la fraternidad es muy largo; pero todos podemos aportar nuestros pequeños pasos, en la convicción de que la victoria es nuestra, mejor dicho: es de nuestro Dios.